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El peso relativo del fracaso

27/03/2011

Polo seu interese, reproducimos a continuación o artículo de Mar M. Louzao publicado na edición de onte do diario El Progreso

En el momento en que se inicia esta historia, H. era una mujer de treinta y pico a la que la sangre le bullía en las venas. Aunque consiguió un cómodo puesto burocrático en la Administración pública acorde con sus estudios superiores, le tentaba la idea de echarse a la aventura y crear su propio negocio en un área que le apasiona y a la que ha dedicado muchas horas de su vida, aunque siempre en sus ratos libres: la gastronomía. Así que, con todo el esmero, montó su tienda de productos delicatesen con un servicio de cátering a la altura de muchos y buenos restaurantes. Invirtió sus ahorros en la empresa e hipotecó su casa para llegar hasta donde sus reservas no podían.

Sin un ápice de remordimiento dio la espalda a su confortable vida de oficina, que incluía ocasionales viajes al extranjero, fines de semana libres de viernes por la noche a lunes por la mañana, buen sueldo, mes de vacaciones pagadas, jornadas impecables de ocho horas y noches sin grandes desvelos, salvo por el ansia constante de probar suerte por su cuenta. Llegados a este punto de la historia, habrá quien se identifique con ella y quien piense que (por decirlo suave) le faltaba un hervor.

El primer año el negocio no marchaba bien, pero todo el mundo sabe que los comienzos son difíciles y la ilusión compensaba las semanas de seis días, las jornadas de doce horas, y una existencia que discurría entre el horno, el mostrador, el despacho... y la cama. Pero ya iría mejorando poco a poco.

El segundo año cerró el ejercicio sin pérdidas ni beneficios, y al tercero la balanza se decantó hacia lo peor. Horas enteras sin que entrara ningún cliente en las que las estanterías se le venían encima; una torniquete en la boca del estómago cada vez que se hacía la caja del día, y un océano que asomaba a los ojos cuando los proveedores exigían sus pagos de todas las maneras posibles, no siempre buenas, al otro lado del teléfono.

La ilusión hacía aguas por todas partes, y hubo que tomar la decisión de echar el cerrojo. No necesitó ni dos horas para hacer la liquidación de existencias. A mitad de precio, la mercancía volaba de las manos. Se le partía el alma de ver que los clientes que no habían cruzado la puerta en número suficiente para mantener el negocio acudían en hordas para finiquitarlo.

Desde el momento en que tomó la decisión comenzó a preparar su currículo para iniciar una nueva búsqueda de trabajo. Con tantas deudas, los ingresos eran la prioridad. Lejos de inventarse los tres últimos años de su vida, sumó sin un ápice de disimulo su experiencia al frente su negocio fallido, y contó sin vergüenza que montó y gestionó una empresa que no salió adelante, pero que para ella fue como un máster, y de los caros.

Pocos meses después estaba trabajando de nuevo por cuenta ajena en el departamento de gestión de un hospital, con todas las rutinas y las ventajas que ya conocía. Ni ella se avergonzó de sus decisiones ni a su empleador le pesó ver en su currículo un ‘fracaso’. Evidentemente, la historia no transcurre en Lugo, sino en un país anglosajón. La Semana do Emprendemento me la ha traído a la cabeza, porque se me antoja difícil crear una cultura emprendedora cuando toda la vida nos han enseñado a evitar el riesgo y, sobre todo, el fracaso. Y no es ningún hallazgo que entre los efectos secundarios del miedo está la parálisis.


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